Juguemos con Caperucita
Antonio Rodríguez Almodóvar
De cuantas historias han ocupado la mente infantil desde tiempos inmemoriales, ésta de Caperucita es, sin duda, la más enigmática. Bajo esa apariencia tan simple del encuentro de una niña con un lobo en el bosque, se oculta un cúmulo tal de símbolos, que no hay manera de desenmarañar su sentido. Y siguen y siguen apareciendo ediciones, interpretaciones, manejos de todo tipo, como si la humanidad, perdida en el bosque de su propia existencia, tuviera necesidad de explicarse qué demonios hay debajo del color rojo de esa caperuza, o de la temeridad de una madre que manda a su propia hija a cruzar el bosque con semejante atuendo..., como para pasar desapercibida, vamos. Vamos. Ello ha hecho que psicólogos y psiquiatras (Bethelheim, Fromm...) no dejen de merodear también en torno a esta niña atrevida para hincarle, si no el diente, por lo menos el escalpelo.
Pero, como suele ocurrir con los cuentos tradicionales, la distancia entre el arquetipo popular y el estereotipo burgués siempre fue enorme, con lo que la cosa, lejos de aclararse, se complicó extraordinariamente. Llamaremos arquetipo al modelo básico perteneciente a la cultura oral, y estereotipo al modelo consagrado y expandido por la escritura, en dos versiones principales: la de Monsieur Perrault y la de los hermanos Grimm. A estos últimos la verdad es que se les coló esta niña traviesa en su colección alemana, sin darse cuenta de que no era tal cuento germánico, sino algo, una leyenda local, que una amiga francesa les contó. Así son las cosas. Y es necesario saber que, aunque intrusa, la Caperucita gala se adaptó a las exigencias de la burguesía alemana, que en modo alguno estaba dispuesta a tragarse que el lobo se tragara a la niña y a la abuela, sin más. Así que lo arreglaron todo para que al final fuera un hombre, un cazador que por allí pasaba, tijera en mano, el que resolviera la situación y sacara de la barriga del depravado a las dos, abuela y niña, tan pimpantes.
Nada de eso ocurre en el arquetipo popular, tal como lo sacó a la luz el folclorista francés Paul Delarue, de la tradición oral del centro de Francia, los Alpes y el Norte de Italia; sino que la niña, una vez que se percata de que quien está en la cama con ella es el mismísimo lobo, se las ingenia para escapar de él, ella solita, regresar a su casa y dejar la infame caperuza a los pies del depravado lecho.
Así es la vida. Polimorfa, confusa y difusa como un cuento infantil. Y así es como siguen apareciendo sin parar versiones y más versiones de esta historia. Como que hasta quien esto mismo suscribe ha sacado una, basada en aquella forma del auténtico arquetipo, y de la que más no les voy a hablar, naturalmente. Casi al mismo tiempo, la editorial Kalandraka ha sacado otra, salida de la mano traviesa de Gianni Rodari, Confundiendo historias, con la que esta editorial prácticamente se estrena en su delegación andaluza. En ella, Caperucita lucha denodadamente para que se respete el estereotipo de su historia, pero nada, no hay manera. Rodari lo echa todo a perder, lo confunde todo y todo lo trastoca, como si un rompecabezas cayera en manos de un loco. Por el estilo es también la versión de Carles Cano, Caperucita de colores, que ya va por 5.ª edición, en Bruño. Otro sesgo reciente es el que ha impreso Anaya, pero aquí por la vía de la ilustración, de la mano de Carmen Segovia -una de las más acreditadas de la nueva hornada- con una caperucita adolescente y meditativa, a la que en todo se le nota que está enfrentándose, ella sola, al misterio, terrible y maravilloso, de la vida. Que es de lo que se trata.
Juguemos con Caperucita © Antonio Rodríguez Almodóvar
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